sábado, 12 de julio de 2014

El Malecón: comunión de La Habana y el Caribe

¡No se bañe en el Malecón, porque en el agua hay un tiburón!
¿A qué habanero no le gusta sentarse de vez en cuando en el muro del Malecón para refrescar un poco en las calurosas noches estivales? ¿Quién no ha vivido un romance arrullado por las cantarinas olas del Caribe cuando vienen a besar La Habana? ¿Quién no ha disfrutado una bulliciosa noche de carnaval recostado al añejo muro con una un gran vaso de fría cerveza rozándole los labios a cada minuto?

El Malecón es uno de los lugares emblemáticos de la capital cubana del que no podemos, ni queremos desentendernos quienes habitamos la villa de San Cristóbal y un lugar obligado para quienes nos visitan, tanto de aquende como de allende el océano.
La historia del Malecón habanero se remonta a mediados del siglo XIX cuando comenzó la expansión de la villa más allá de su recinto amurallado. En esa época el tramo de costa comprendido entre la entrada de la bahía de La Habana y el torreón de San Lázaro no era más que una ribera inhóspita sembrada de rocas y breñas y bañada por las cristalinas aguas del Caribe.
De día iban allí algunas familias a disfrutar del sol y tomar baños de mar y por la noche era lugar de furtivas citas amorosas.
Desde donde está hoy el Parque Maceo, a la altura de la calzada del Padre Varela (Belascoaín) hasta la desembocadura del río Almendares, el litoral era una estrecha franja de agudos arrecifes que comulgaba con un impenetrable monte considerado como una barrera infranqueable, por lo que dieron en llamarle el monte “vedado”.
En 1859 comenzó a circular el ferrocarril a lo largo de lo que es hoy la calle San Lázaro y hasta la boca del Almendares. Esto propició la aparición de algunos asentamientos poblacionales como los barrios de El Carmelo y El Vedado que tomó su nombre de aquella idea del monte “prohibido”.
Por esa época se pensó en mejorar el agreste litoral habanero y se le encargó la tarea al ilustre ingeniero Don Francisco de Albear, famoso por el acueducto que surte de agua a gran parte de la urbe.
Para el Malecón, Albear concibió una formulación compleja y acertada de lo que debía construirse a cuatro metros sobre el nivel del mar, separado de la orilla, y en su parte inferior una larga sucesión de 25 bóvedas.
Con un costo estimado en 850 mil pesos de la época, el proyecto comenzó a ejecutarse en 1901, luego de dictarse algunas disposiciones que incluían precios de los terrenos, títulos de propiedad y otras regulaciones por el estilo.
Después del primer trecho, para el que se demolieron algunas instalaciones públicas como los balnearios, siguió la construcción en 1921 hasta la entrada de El Vedado.
A mediados de la década del 30 alcanzó la altura de la calle G y entre 1948 y  1952 llegó hasta la desembocadura del Almendares, pero no fue hasta 1958 que el Malecón se terminó totalmente y alcanzó los siete kilómetros de extensión que hoy tiene.
La avenida del Malecón, es una suerte de aliviadero por el que fluye limpiamente el tráfico vehicular, ahorrando tiempo y kilometraje.
A lo largo de su historia el malecón ha gozado siempre de popularidad por parte de los habaneros que acuden a él a tomar el sol, bañarse, pescar, descansar, enamorarse, trotar para bajar de peso y mantener la salud y también a conversar con los amigos, botella de ron de por medio. Sus anchas aceras proveen también espacio ideal para el esparcimiento de los niños.
Y qué decir del malecón cuando llegan los carnavales. Entonces se llena de música, colorido y alegría.
Hasta en la música está presente. Recordemos aquel cha cha cha, popularizado por la orquesta de Enrique Jorrín, y más recientemente por Farah María y cuya letra asegura que bañarse en el Malecón es peligroso porque en el agua hay un tiburón…
Nada más alejado de la realidad, el amplio Malecón, bañado por el sol, el mar y la brisa tropical es un deleite y un orgullo para los habaneros.

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